Si había viajado antes, ningún viaje se asemejaba a éste, tan profundo dentro de sí, más que cualquiera de los que había realizado en algún otro momento de su vida.
Como en otros, también en éste la acechan las preguntas, las dudas, qué itinerario atravesaría; cuál podría, a la vez, atravesarla.
¿Cómo había llegado aquí? Ningún avión, ningún ómnibus: un auto, una noche en la que, si se hubiera tratado de una novela, su autor habría tildado de tormentosa o colmada de presagios, pero no: noche clara, sin presagios de ningún tipo. Quizá los hubo: los que no habían sabido escuchar su falta de experiencia, su falta de tacto, su falta de olfato, su falta de expectativas reales acerca de lo que podía suceder, su falta de sabiduría o el exceso de espíritu combativo. Lo cierto es que aquí está, encapuchada, oliendo la mierda de otros que con ella comparten el tour. Piensa dónde quedó el dolor diario, dónde la cotidianeidad, dónde su marido, dónde su hijo. Se asombra al descubrirse poco inquieta, tan centrada en su propia persona y nada más, como si esto fuera poco.
Llega entonces el dolor. El del golpe en la cabeza, el del alma...
Se siente de pronto equivocada, aunque con esa sensación que da la certeza de no estarlo, de haber seguido siempre el camino correcto según lo dirigieran sus propias intuiciones que, por otra parte, eran las únicas que podía o que sabía tener. No hay nadie que nos enseñe el camino, simplemente descubrimos uno que decidimos seguir, o comenzar a trazar. La certeza de haber elegido bien nunca es tal, nunca es cierta, nunca es clara. Ningún: "este sendero es el correcto". Uno camina, va y actúa de acuerdo con lo que vivió día tras día desde que nació.
No todas las personas son así, y lo sabe: sabe de quienes andan por senderos ya marcados, ya limpios, de los que cualquier duda u obstáculo son cercenados como cardos, como espinas, como flores de las que crecen al costado de todo: nadie las cuida, nadie las riega y pocos las cortan para hacer un romántico regalo improvisado. No estaba mal para nadie, solo que ella no había aprendido a caminar por allí. Si en una época había levantado la voz para denostarlo, claro está, fue en su adolescencia, ese corto período en el que tenemos la certeza de no estar equivocados jamás. Pero el tiempo le enseñó que cada uno hace lo que puede, que cada uno hace nada más lo que sabe hacer. Unos aprenden a caminar por veredas más o menos limpias, el objetivo es siempre caminar, circular...
Sabe que las que ya reclaman por los perdidos deben circular...
Sabe de las que caminan por los "ni muertos ni vivos", aquellos que, simplemente, un día dejaron de estar en sus puestos en la vida.
Este pensamiento la lleva a otro, consecuencia de su propia desaparición y razón misma de otras búsquedas: ya ella misma había dejado de estar: sería la hora de llegar al trabajo, pronto llegaría el momento de algo –de cualquier cosa – y ella no estaría, pronto alguien diría ¿dónde está? y ella no estaría, por supuesto. No estaría y no llegaría. ¿O llegaría tarde para contar risueñamente que no fue nada, que la capucha y el olor a mierda solo fueron ilusiones suyas? No cree que sólo vaya a llegar tarde, no cree en nada de lo que fantasea. La única certeza que tiene, y ahora le duelen las certezas, es que no tiene madre que camine por ella, ¿alguien la buscaría entonces? ¿Alguien diría que esta desaparición es motivo de una búsqueda que hay que realizar? Los padres no salen a la calle, pareciera, los padres llevan el pan a la casa y se ocupan de que todo el orden que ponen las madres se mantenga así, ordenado, digamos. Pero ya no tiene madre, recuerda, y él tendría que ocupar en algún momento su lugar, como ocupó un poco su lugar en la cama grande, como ocupó su lugar cada vez que había que saldar una cuenta, cada vez que hubo que llamar al plomero y todas esas cosas de las que habitualmente se ocupan las madres. Es cierto que él le había advertido algo, pero era algo que ella no recordó hasta hoy; no lo había escuchado antes, que es lo que sanamente hacen los hijos cuando empiezan a crecer: no escuchan a los padres hasta que éstos se mueren. Entonces, y solo entonces, una voz de ultratumba magnificada por la ausencia dice: lavate los pies y ponete medias enteras antes de salir, no hables con extraños, no te metas en líos, no fumes tabaco, no fumes marihuana, ¿cuándo te vas a casar? y cosas por el estilo. Hoy, en medio de esa soledad, escuchaba la voz de su padre, que no había muerto, pero estaba lejos, tan lejos como están las cosas cuando uno está perdido: como cuando uno se da vuelta dormido, y despierta con ganas de ir al baño y como baja de la cama por el lado del que nunca lo hace, no encuentra el camino pero tampoco el interruptor de luz, ni las pantuflas, ni nada. La voz de su padre, es cierto, le había lanzado una advertencia, estúpida como todas las advertencias que uno escucha a destiempo: "las cosas están difíciles, no te metas en líos" Es obvio que no lo había escuchado, ahí está la prueba: es tan obvio como la capucha, es tan obvio como esta oscuridad, todo es obvio como había sido impensable cuando estaba en libertad.
Y si las advertencias de su padre escondían algo de esa sabiduría que se adquiere cuando se han vivido unas cuantas cosas, ella sabe que él había estado equivocado. Entonces descubre que sí había prestado atención al comentario, solo que supo que confundiéndose con todos (ser nadie) no llegaría a ningún lado, no abriría ningún camino, no arreglaría nada del mundo que le había tocado, sino que aceptaría, aceptaría como había aceptado él, como lo había hecho su madre, como habían hecho tantos. Descubrió que distintos habían sido los rumbos que quería alcanzar, por lo tanto, distintos eran los métodos que había utilizado. Hay cosas que uno hace sin saber que está haciendo, era curioso cómo ahora, tan ahora, sabía por qué creía que no había escuchado la advertencia: justamente porque la había escuchado es que prefirió pensar que nunca lo había hecho.
Ahora debe pensar en otras cosas, y escucha otras voces a su alrededor, puesto que no está sola, la habitación por cierto no era individual y si se había abstraído por unos momentos era porque se había ido de excursión, un viaje corto que retomaría más adelante, después de saber qué atracciones había en aquel lugar. A su lado alguien se lamenta, supone que una mujer, y más allá, otra que le dice "aguantá". -Soy nueva, se presentó. -¿Alguien sabe dónde estamos? Y alguien, un alguien que está en todas partes y en ninguna, le contesta “en ningún lado”. Ella había viajado algo más de veinte minutos, pero el miedo le impedía reconstruir curvas y contracurvas, es cierto que era un viaje sorpresa, pero se quejaría luego a la compañía, que si son muchos los que van a viajar, habiliten otros vehículos, que no se puede llevar a la gente en el baúl.
Este pensamiento la hizo sonreír y pensó para sí misma (y antes de pensar lo que iba a pensar se dijo que no se puede pensar más que para sí mismo), es decir, no quiso decir lo que pensaba, que tal vez su sentido del humor la alejaría por un rato del dolor que sentía en la cabeza, en los huesos y más adentro, ¿en el alma?... Ahí, donde se cruzan pensamientos y sentimientos. Decidió confiar en su interlocutora, e iba a preguntar algo más cuando una voz no del todo amable, la voz de un hombre, las hizo callar bajo amenaza de llevárselas al otro cuarto, no dijo de cuál se trataba, pero debía de ser uno no muy acogedor, porque todo el mundo hizo silencio. Otra vez pensó (para sí misma, obvio) que tal vez era un cuarto sin ventanas, con poca iluminación, no como éste, que ella no podía todavía disfrutar del todo por culpa la capucha y de las esposas que le ataban las manos con las que podría habérsela quitado. No, ellos tenían una sorpresa para ella, y la mantenían así para que pudiera disfrutarla, por ejemplo, mañana.
Mañana llegó después de ese día que había sido el de su secuestro, el día de su desaparición. Ayer fue el día en que no cenó con su marido y con su hijo sin avisar llegaría tarde, sin saber que no estaría a tiempo para la sopa y el cuento, para el amor o la pelea. Y si no había pensado en ellos al momento de pensar en quienes buscan, no es porque pensara que él no la buscarían, solo que se le metió en la cabeza que tratarían en principio de encontrar un lugar seguro para ambos. Pero hoy (el hoy que recién despierta, ese mañana del ayer en que desapareció) alguien debería estar buscándola, se dijo, alguien habría dado la voz de alarma, alguien que puede hacer algo la extrañaría y trataría de encontrarla.
¿Quedaría alguien afuera que pudiera hacer algo? ¿O ya todos eran desaparecidos como ella misma? Sabe que hay quienes buscan (¿nos buscan?, se pregunta), sabe que las búsquedas no dan resultado. Pero también uno imagina, y ella imagina, que es la excepción, que es necesaria para el mundo y que merece ser buscada y encontrada.
Después de la primera sesión de tortura no piensa en nada. Después de la primera tortura un vacío negro, más negro que su capucha y la oscuridad que ésta le brinda, la envuelve por entero, entonces no puede hacer otra cosa que llorar. Agradece que no le hayan descubierto los ojos durante la sesión, agradece no haber visto la cara de quienes la torturaron. Eso le permite pensar que fue un animal quien la desgarró por dentro y por fuera, un animal salvaje que imitaba la voz de un hombre.
Solo quiere agua, tiene mucha sed, si había sido hombre o animal ya poco le interesaba, solo quería saciar esa sed de la boca y de todo su cuerpo.
-No podés tomar agua. Escucha el comentario sin saber si escuchaba al animal que la había torturado o a alguien más. Quien habla bien puede ser el torturador, que luego de usar su aparato de generar sed le dice que sólo la provocó para no saciarla, pero no parece su voz, parece la de una mujer, cree. Tampoco recuerda con exactitud haber pedido agua, entonces ¿quién se la niega? Pero sí, había pedido, había rogado, había exigido agua y alguien, una mujer, le contesta que si toma agua, revienta. Así, simplemente, revienta, como un sapo, como una bombita de agua (¡agua!) en los días de carnaval, como un globo que se acerca al fuego, como algo que nació para reventar. De todas maneras vuelve a pedir como si a su pedido se convirtiera en menos peligrosa. De todas formas, pensar que el agua es peligrosa o puede matarla no termina de encajar con la clasificación que generalmente hacemos de las sustancias. Agua... ¿el agua, peligrosa? Con agua se toman los medicamentos, con agua se sacia la sed de los enfermos, con agua se riegan las plantas cuando el cielo se niega a llover, ¿el agua, peligrosa? Esa mujer, piensa, es la esposa del carcelero, que le deja a ella una parte del trabajo: él aplica la máquina de generar sed y ella se dedica a decirle a los sedientos que el agua mata. Seguramente lo disfruta como él, o más.
No puede dejar de pensar en un vaso rebosante de agua fresca, de agua clara o de agua de río o de agua podrida...
Pasa un rato largo pensando sólo en agua: agua en charcos, agua en ríos, agua en cataratas, en vasos de cristal o de plástico, en gotas, en rocíos, en nieve derretida, en cubitos, en mangueras (recuerda las mangueras transparentes de los cronopios...), en burbujas (¿las burbujas son de agua? ¿o son de aire?), en bombitas de carnaval, (que pueden reventar como ella que puede reventar como un sapo), en canillas abiertas, en canillas cerradas que ella puede abrir en cualquier momento. Piensa en agua en todas las formas imaginables, ruega por agua, llora por agua, la exige y una y otra vez le es negada.
Piensa en la casa tibia de la infancia, en los retos y en las almohadas de pluma (ridículo, almohadas de pluma, a quién se le ocurre pensar en almohadas de pluma) en su padre, en sus silencios, ¿Cómo su padre iba a hablar ahora, si no había pronunciado más de unos cientos de palabras en toda su vida? El solo pensamiento la hizo llorar, y hasta su boca se acercaron unas pocas lágrimas. Agua. Padre. En este cuarto cerrado y frío y húmedo y fétido. Padre en la infancia, retos en un idioma casi inventado por él.
Y como todos los viajes, este era uno en el que las sorpresas no se harían esperar. Ya había probado la primera: el desencuentro.
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